Hoy desperté pensando en Pablo, en su gracia, en su alegría, en su entusiasmo hacia el acto maravilloso de crear. ¡Qué tío tan luminoso! Y luego, inmediatamente, pensé en Andrea, y en su mensaje de despedida: “no es fácil, pero se puede vivir de otra manera”. De hecho, a ella la experiencia le ha dicho que es más difícil, pero también le ha confirmado que vale la pena.
Cuando Pablo me preguntó, en la ronda de presentaciones, cómo me llamaba y qué me había motivado a participar en el taller, le contesté: “Soy Sandra y he venido porque algo me dijo que tenía que hacerlo.”
Y fue así. Un impulso. De un día para otro. Una amiga compartió la información en Facebook. Me dio curiosidad. Leí. Sentí que tenía que ir. Escribí y dije que me interesaba, pero que no tenía coche para regresar. A esa hora no hay transporte público. Sólo quedaba una plaza. Me dieron el email de otra persona con la que quizás podría volver. La contacté. 24 horas después estaba sentada frente a una mesa llena de tintas, confirmando que tenía que estar allí, y disfrutando de esa magia única que hace el universo.
Cuando Pablo dio luz verde para experimentar me invadió una ligera parálisis. Nunca había hecho nada parecido. No quería que la tarea me quedara… “fea”. No quería manchar el papel, no quería ensuciarme, ni ensuciar la mesa. Vamos… qué ridiculez!
En algún momento me dejé de pendejadas. Después de un rato alguien dijo que aquello era mejor que el yoga. Yo me reí sin alejar la mirada de mi pedazo de goma. Durante un par de horas me olvidé del mundo, del tiempo, del cuerpo; para terminar, inevitable y felizmente, con la mesa manchada, las manos azuladas y mi mariposa. ¡Había carvado un sello!
¿El de la transformación?
Mi mariposa me lleva de nuevo a algo que escribió Hermann Hesse, esta vez de su novela Demian: “Para nacer hay que romper un mundo”.
¿Y qué hay que romper para renacer?
¿Qué tanto cuesta salir de la crisálida?
Nacer, sin entrar en explicaciones rebuscadas, es un acto inconsciente. Pero para renacer se necesita demasiado de todo lo contrario. Un nivel de consciencia sólido que permita quebrar miedos, viejos esquemas, ego, quizás culpa. A renacer se empieza en el momento en que se reconoce la necesidad. Se nace en meses. Renacer puede tomar años. Implica deslastrarnos de todo lo que ya no sirve, de lo que no somos, de esa comodidad tan incómoda que no deja crecer, que impide alzar el vuelo. Desaprender lo que aprendimos sin darnos cuenta es un proceso y requiere compromiso.
Pienso en los niños que se pelean con el sueño, en los bebés que no saben dormirse y se vuelven insoportables hasta que el cansancio los vence. De alguna forma los adultos somos iguales de cara a ciertas situaciones caducas. ¿Qué hacemos cuando la vida nos plantea el reto de cambiar para evolucionar? Como los bebés que no saben dormirse, es probable que nos neguemos a rendirnos, a entregarnos a un estado regenerador que nos permitirá un amanecer lleno de nuevas experiencias. Nos quedamos absurdamente luchando, en un agotamiento crónico, insomnes, inaguantables, en una agonía eterna. ¡Cuánto se muere por miedo a resucitar!
¿Cómo se sentirá la oruga?
Quien ha vivido varias vidas en una sabe que en realidad muere quien no se renueva, quien escoge el estancamiento. Pero irónicamente hay que morir de alguna forma para volver a la vida con más fuerza y sabiduría. Ese volver supone una metamorfosis. Insisto. Renacer toma su tiempo. Y para renacer hay que aceptar la transformación como camino.
Pablo dijo que me sorprendería cuando viera mi mariposa estampada. Y así fue. Aunque no necesariamente por el resultado, sino por lo simbólico de todo el proceso. Equivocarse no es, necesariamente, una equivocación. El caos no tiene por qué carecer de sentido. El desorden puede ser un buen síntoma. Crear es liberarse. Liberarse es realizarse. Para volar hay que dejar de ser oruga.
Siempre es inspirador conocer gente que vive de lo que ama, gente que apuesta por sus pasiones. Más allá de mi atesorado sello, eso es lo que me llevo de una tarde con Pablo y Andrea. Un poco de alas…