Metamorfosis

Hoy desperté pensando en Pablo, en su gracia, en su alegría, en su entusiasmo hacia el acto maravilloso de crear. ¡Qué tío tan luminoso! Y luego, inmediatamente, pensé en Andrea, y en su mensaje de despedida: “no es fácil, pero se puede vivir de otra manera”. De hecho, a ella la experiencia le ha dicho que es más difícil, pero también le ha confirmado que vale la pena.

Cuando Pablo me preguntó, en la ronda de presentaciones, cómo me llamaba y qué me había motivado a participar en el taller, le contesté: “Soy Sandra y he venido porque algo me dijo que tenía que hacerlo.”

Y fue así. Un impulso. De un día para otro. Una amiga compartió la información en Facebook. Me dio curiosidad. Leí. Sentí que tenía que ir. Escribí y dije que me interesaba, pero que no tenía coche para regresar. A esa hora no hay transporte público. Sólo quedaba una plaza. Me dieron el email de otra persona con la que quizás podría volver. La contacté. 24 horas después estaba sentada frente a una mesa llena de tintas, confirmando que tenía que estar allí, y disfrutando de esa magia única que hace el universo.

Cuando Pablo dio luz verde para experimentar me invadió una ligera parálisis. Nunca había hecho nada parecido. No quería que la tarea me quedara… “fea”. No quería manchar el papel, no quería ensuciarme, ni ensuciar la mesa. Vamos… qué ridiculez!

En algún momento me dejé de pendejadas. Después de un rato alguien dijo que aquello era mejor que el yoga. Yo me reí sin alejar la mirada de mi pedazo de goma. Durante un par de horas me olvidé del mundo, del tiempo, del cuerpo; para terminar, inevitable y felizmente, con la mesa manchada, las manos azuladas y mi mariposa. ¡Había carvado un sello!

¿El de la transformación?

Mi mariposa me lleva de nuevo a algo que escribió Hermann Hesse, esta vez de su novela Demian: “Para nacer hay que romper un mundo”.

¿Y qué hay que romper para renacer?

¿Qué tanto cuesta salir de la crisálida?

Nacer, sin entrar en explicaciones rebuscadas, es un acto inconsciente. Pero para renacer se necesita demasiado de todo lo contrario. Un nivel de consciencia sólido que permita quebrar miedos, viejos esquemas, ego, quizás culpa. A renacer se empieza en el momento en que se reconoce la necesidad. Se nace en meses. Renacer puede tomar años. Implica deslastrarnos de todo lo que ya no sirve, de lo que no somos, de esa comodidad tan incómoda que no deja crecer, que impide alzar el vuelo. Desaprender lo que aprendimos sin darnos cuenta es un proceso y requiere compromiso.

Pienso en los niños que se pelean con el sueño, en los bebés que no saben dormirse y se vuelven insoportables hasta que el cansancio los vence. De alguna forma los adultos somos iguales de cara a ciertas situaciones caducas. ¿Qué hacemos cuando la vida nos plantea el reto de cambiar para evolucionar? Como los bebés que no saben dormirse, es probable que nos neguemos a rendirnos, a entregarnos a un estado regenerador que nos permitirá un amanecer lleno de nuevas experiencias. Nos quedamos absurdamente luchando, en un agotamiento crónico, insomnes, inaguantables, en una agonía eterna. ¡Cuánto se muere por miedo a resucitar!

¿Cómo se sentirá la oruga?

Quien ha vivido varias vidas en una sabe que en realidad muere quien no se renueva, quien escoge el estancamiento. Pero irónicamente hay que morir de alguna forma para volver a la vida con más fuerza y sabiduría. Ese volver supone una metamorfosis. Insisto. Renacer toma su tiempo. Y para renacer hay que aceptar la transformación como camino.

Pablo dijo que me sorprendería cuando viera mi mariposa estampada. Y así fue. Aunque no necesariamente por el resultado, sino por lo simbólico de todo el proceso. Equivocarse no es, necesariamente, una equivocación. El caos no tiene por qué carecer de sentido. El desorden puede ser un buen síntoma. Crear es liberarse. Liberarse es realizarse. Para volar hay que dejar de ser oruga.

Siempre es inspirador conocer gente que vive de lo que ama, gente que apuesta por sus pasiones. Más allá de mi atesorado sello, eso es lo que me llevo de una tarde con Pablo y Andrea. Un poco de alas…

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Las de la derecha son del sello de Pablo. Las de la izquierda son las del sello que hice yo 🙂

Hay que ser como los árboles

Han pasado dos estaciones desde la última vez que le regalé algunas líneas a este blog. Ahora estoy en la estación de autobuses y es primavera! Como la espera es larga, y quizás porque la luna visita el signo de Géminis, me apetece dejar escapar algunas reflexiones.

En los últimos meses he estado jugando al detective, investigando sobre los tiempos que no recuerdo. Mi tía me dijo que yo era una niña seria, pero que alguna vez me subí a una mesa y me puse a bailar sin que nada me importara, mientras los invitados de la boda celebraban mi alegría y desparpajo. Eso me llevó a pensar en la noche en el Cannstatter Volksfest; fue hace unos años durante mi estancia en Stuttgart. Las colas para entrar a alguna de las carpas eran enormes, pero yo logré el acceso sin esperar gracias a mi credencial de periodista.

Di varias vueltas por el recinto atestado de gente feliz, y escogí una columna con buena vista para contemplar la particular dinámica de las famosas fiestas tradicionales alemanas. A unos pocos metros dos hombres me miraban extrañados. A la mujer sola con cara de pocos amigos. Yo escuchaba la música y mis ganas ruidosas de bailar sobre uno de esos tablones. La mala cara siempre ha sido una de mis más absurdas mentiras.

Recuerdo que mis compañeras de la clase de alemán me habían dicho en alguna oportunidad, que para bailar sobre una mesa ellas necesitarían al menos un litro de cerveza. Como el alcohol y yo no nos llevamos bien y la experiencia me ha demostrado que no necesito empujón etílico para romper protocolos, cuando tocaron Pretty Woman, de Roy Orbison, me subí a una mesa que compartían siete fulanos y me puse a bailar. Con los siete.

Transcurridos un par de temas se acercó una persona de seguridad para decirnos que sólo se podía bailar en los bancos. Al bajarme de aquel momento de película uno de los bailarines desconocidos me preguntó algo, a lo que contesté que no hablaba alemán. Su expresión de sorpresa todavía me da risa.

Regresé entonces a la esquina con buena vista, y a la cara de pocos amigos. Los dos hombres que antes de la curiosa escena me miraban extrañados, lo hacían aún más. Luego sabría que incluso pensaron que yo era policía en plan encubierto. Ellos, dos turcos simpatiquísimos de unos 50 que trabajaban en Daimler, insistirían después de la fiesta en invitarme a comer algo. A esa hora la única opción era McDonald´s, donde charlamos sobre temas tan variados como interesantes hasta bien avanzada la madrugada; hasta que el sueño nos atacó a los tres. Me ofrecieron llevarme a casa, porque aquello era de caballeros, y porque probablemente yo les resultaba una princesa aventurera, no una niña seria, taciturna y escasa de alegría.

Siempre he pensado que la vida no tiene otro objetivo que la realización personal. ¿Y qué es eso? Es un acertijo existencial que a cada quien corresponde descubrir. El resultado de esa tarea individual muchas veces lleva a un estado que no tiene nada que ver con los esquemas que nos vendieron. A algunos nos pasa que después de años siendo y haciendo lo que se esperaba de nosotros, nos damos cuenta de que esa fórmula ya no nos funciona. Quizás jamás funcionó, pero entonces no se nos ocurría otra.

¿Soy una niña seria o aprendí a serlo?, ¿Soy la que baila sobre la mesa? ¿Quién soy? ¿Quién quiero ser?

Pienso en lo que escribió Hermann Hesse sobre los árboles, que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, la que reside en ellos y que no es otra que desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Le doy la razón, los árboles no entienden de normas ni expectativas ajenas, expresan libremente su propia naturaleza y se elevan hacia el cielo hasta el fin de sus días.

Y también pienso en el sueño que tuve esta noche. Le preguntaba a un compañero de trabajo: por qué hay que esperar a que haya una fiesta para bailar. De pronto escuchaba música a lo lejos y empezaba a moverme al ritmo de una inenarrable satisfacción interior. Me sentía libre. Era verano. Algunos me miraban sorprendidos, otros se unían a mi locura. Luego, escarbando debajo de la arena, encontraba mi coche, lo desenterraba y seguía mi camino.

Fue un buen sueño.

Mientras espero el autobús me retumba la pregunta en la memoria: por qué hay que esperar a una fiesta para bailar. Alguien que alguna vez pudo ver más allá de la expresión reservada dijo que la que baila es lo mejor de mí.

Supongo que sí, que hay que escarbar hasta encontrar aquello que nos mueve, y entonces movernos hacia lo que somos en esencia.

Hay que subirse a la mesa y ejercer de uno mismo. Y si no, qué sentido tiene la vida.

Sin duda, hay que ser como los árboles.

Del duelo y los cuentos infantiles

Tengo el penoso deber de asumir que hoy, 22 de septiembre, a las 16:25, ha fallecido el verano de 2016, quien fuera una temporada excepcionalmente seca y soleada en toda España, incluso en rincones donde la lluvia en agosto es cosa normal.

Vale acotar que, en vida, el finado trimestre fastidió mis días preferidos del año con sorpresas desagradables, entre otras causas de angustia, tristeza y decepción. Pero al verano lo perdono siempre, porque un baño en el mar a más de 25 grados inevitablemente me inspira un “a tomar pol culo”. Después de esa sentencia me invade la más absoluta felicidad; es como un acto de magia, que podría llamarse evasión o ver el vaso medio lleno. En cualquier caso, lo importante es el instante de euforia.

Claro que invierno o primavera no me jodieron menos que verano 2016. Digamos que en lo que va de año, poco o nada ha salido como esperada. Así que me ha tocado cambiar de plan, y volver a cambiar de plan, y volver a cambiar de plan. Coño, que soy tauro y esta rutina de puro aire no me gusta. A veces siento que me he vuelto acuario, de tanta página que paso aceleradamente. Y a ratos hasta me creo positiva, porque prefiero pensar que, después de todo, este fue el primer invierno en el que no pasé nada, pero nada, de frío (aunque fue un trimestre HPD). Luego, en primavera, me reencontré con amigos queridos y comí muy rico (aunque fue otro trimestre HDP). Y durante el HDP del verano me di mis gustazos en la playa nudista, me bañé cual sirena en Barcelona y Mallorca, y como un pato en Galicia. En aguas color esmeralda, turquesa o ámbar. Mientras me vea los pies y pueda flotar a mis anchas yo me olvido de todo.

Verano se ha ido. Y aunque fue un HDP estoy de luto.

Otoño 2016 ha nacido hoy a las 16:26. Y no puedo evitar preguntarme si será tan HDP como sus hermanos. Aunque la temperatura es amable todavía, supongo que no escaparé a las ciclogénesis explosivas que se han puesto de moda en los últimos tiempos en las tierras gallegas. Son una dura prueba de resistencia física y psicológica. Pero como estoy ejercitando eso de la experiencia óptima, procuro encontrar un sentido positivo en los tiempos que corren, aunque sean una verdadera mier…

Bue… como decía, pienso que después de mucho tiempo podré ponerme el impermeable rojo de capucha que me compré cuando era rica y famosa y no lo sabía. Es Calvin Klein, y nunca ha clasificado para formar parte de los trapos que van y vienen en cajas por media España. Tampoco me lo llevé a Alemania. Es lógico, cuando ejerzo de aventurera o de perdida en la vida no empaco nada de marca (Miento. El vestido Versace lo llevo siempre -just in case y porque de alguna forma siempre ejerzo de esperanzada)

Así que si este otoño también es HDP, quizás en 2017 me escuchen diciendo que al menos disfruté en plan de caperucita roja; una que no teme al lobo sino a los temporales. Una que se agarra de los postes de Pontevedra para no salir volando, y que va muy bien enfundada en su impermeable Calvin Klein tratando de que no se la coma la realidad.

Ahora que lo pienso, creo que si hubiese tenido hijos les habría contado versiones adulteradas de los cuentos clásicos. Poco me ha importado el tema “prole” durante mi vida. Alguna vez le dediqué algo de tiempo a los nombres; creo que era lo único que me atraía del asunto. Pensar en un nombre como si se tratara de crear una nueva marca. Tenía mis favoritos. Sofía si era niña. Sin embargo, en algún momento a media humanidad se le ocurrió llamar a sus niñas Sofía y ya no me gustó más. Pero si Sofía, Valentina o Ana Laura hubiese existido, seguramente le habría presentado otra versión de caperucita roja.

En mi cuento el lobo se parecería más a un perro abandonado y tendría hambre, pero de cariño. Caperucita sería una suerte de veterana de muchas guerras. Caminaría tranquila por el bosque, a veces; otras lo haría presa de sus paranoias. Iría cantando y saltado, y con frecuencia tropezaría torpemente con alguna piedra; es decir, con la misma.

La abuelita sería un fantasma.

Una tarde cualquiera, caperucita, yendo a su bola, se encontraría con el lobo necesitado de un poco de atención. Acabarían devorándose mutuamente. Porque si el lobo tiene hambre, pues caperucita también. Sin duda habría una alta probabilidad de que se indigestaran. La culpa de eso sería de la abuelita.

Ante semejante trama, Sofía, Valentina o Ana Laura, diría: “mami ahora quiero un cuento de princesas.”

¡Un coñazo! No tengo ese personaje en mi repertorio. Sería, probablemente, una princesa con armadura, más parecida a Juana de Arco, pero en vez de escuchar a Dios, oiría voces varias. Sería una princesa esquizofrénica. O quizás una mujer con capacidad de canalizar entidades del más allá. Es decir, la princesa estaría loca o sería una bruja. Y para rematar preferiría estar desnuda a que usar hermosos trajes de seda bordada.

“Tu madre cree que los cuentos de princesas son nocivos para la salud mental. Te puedo contar el cuento de una linda granjera que tuvo que besar muchos sapos para darse cuenta de que nunca se convierten en príncipes.”

¿De dónde coño salió eso de besar sapos? ¿Por qué no a un caballo? Es un animal noble, recio. Y, en último caso, está mejor dotado y se puede montar.

En fin… quizás haya sido mejor que no existiera Sofía, Valentina o Ana Laura. Aunque una vez, sólo una vez, efímera e insospechada, tuve ganas de que eso sucediera. No sé si la habría traumatizado con mis cuentos o si habría delegado esa función en el padre para ahorrarnos la psicopedagoga.

En cierto sentido, he tenido solo hijos varones y ellos me traumatizaron a mí. Ninguno se llamó Sebastián porque ya venían con el nombre puesto. Pero da igual. Como pretendo hacerle caso a la teoría del flujo para ser feliz, no dejaré que mis pensamientos se vayan por ese camino, el de los traumas. Aunque sea difícil, trato de controlar la atención y ser selectiva con el contenido que dejo entrar en la conciencia. Eso significa que, como rutina, me la paso peleando conmigo misma para no atender a malos recuerdos o a información tóxica. Procuro, más bien, vaciar mi conciencia como quien formatea el disco duro. Eso me sale mejor en verano, mientras floto en el agua. ¡Pero verano ha muertooooooo!

En fin, ahora mismo debería celebrar las oportunidades de otoño, en lugar de llorar porque verano murió sin llenar mis expectativas. Tengo que buscarle sustituto al baño de playa aunque parezca imposible. Quizás hoy deba contarme un cuento infantil para no tener pesadillas por la noche derivadas de que verano 2016 me ha dejado.

Me gustaría dormir plácidamente como Pancho.

Me gustaría dormir en el pecho de un príncipe valiente, así como duerme pancho, tranquilísimo, a los pies de una princesa renegada. Pero como el tema de los príncipes me resulta una trampa y el de las princesas no deja de parecerme patético, mejor me enfoco en escribir pendejadas al lado del perro.

Eso sí, como toda una reina.

Y colorín colorado, este post se ha terminado.

El fin indeseado

Siempre quise ir al fin del mundo. A ese punto de la geografía española al que hace miles de años los romanos consideraron como el lugar donde se acababa la tierra: el cabo de Finisterre (Fisterra en gallego).

Por mucho tiempo se pensó que se trataba del punto más occidental del mundo conocido, aunque hoy se sabe que el cabo de la Roca, en Portugal, se encuentra más al oeste. Pero lo que nunca se ha puesto en duda es la furia del mar que circunda a Finisterre, escenario durante siglos de muchos naufragios, de batallas que ganaron la espesa niebla propia de la zona y las rocas traicioneras escondidas a ras de la superficie.

Por una u otra razón, agenda y clima básicamente, la excursión a este rincón de la Costa da Morte no fue posible sino hasta hace unos días.

Y sí, no faltó la niebla. Como era de esperarse. Así que me quedé con las ganas de la vista, en vivo y en directo; porque vídeos e imágenes en Internet no faltan. No obstante, el sol nos sorprendió a ratos con su brillo para que la jornada no nos resultara monótona.

Es casi imposible no rendirse ante la belleza de esta tierra en un día de cielo azul, si bien la lluvia tan propia de esta esquina peninsular no resta encanto. Puede que aburra su insistencia; no así el perfume de la tierra húmeda o el verde que tanta agua genera. La niebla gallega aporta otro tipo de atractivo, a veces casi mágico.

La excursión al fin del mundo fue una experiencia plácida: buena compañía, buena comida, buenos paisajes y algunas fotos como souvenir. También fue un paseo marcado por una fuerte sensación de nostalgia y una insospechada decepción.

Galicia tiene esa capacidad, la de alborotarme la melancolía. Quizás son las conversaciones silenciosas junto al Lérez, las que inevitablemente me hacen pensar en las ausencias, en las despedidas, en los reencuentros fugaces, en este ir y venir en el que se ha convertido mi vida, que es fortuna y a la vez maldición. Quizás es porque veo, con el paso de las estaciones, las metas no logradas, los intentos fallidos. Seguramente es porque pronto muere otro verano. Y a mí se me muere la euforia cada vez que llega el otoño.

En cualquier caso, fui al fin del mundo y volví al anochecer. Como si dijera “me fui a la mierda y no pasó nada”.

Por el camino fui haciendo fotos, respirando aire puro, coleccionado sonrisas resquebrajadas, tomando apuntes mentales para perfeccionar el sistema de conquistar sueños, espantando los pensamientos negativos con pimientos de Padrón y pulpo.

Y bueno, he de confesar que el faro de Finisterre me decepcionó. Hecho que me lleva a pensar en las expectativas. Mala idea esa de tenerlas. Lo sé de sobra y siempre caigo. Yo me esperaba una estructura alta, soberbia, al menos con cierto no sé qué. Y no… aquel encuentro fue toda una frustración. Casi fálica.

No resultó el final deseado. Así es la vida.

Pero al menos no naufragué en la hazaña. Regresé cómoda en el coche de mi tío y apenas entrar por la puerta de casa me comí un sandwich de jamón serrano para olvidar la pena; sin pasar por alto que el faro del cabo villano me sirvió de consolación.

Qué más da. Después de todo, no es el fin del mundo.

 

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Playa de San Franciso con bruma. Louro. Coruña

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Ézaro. Coruña

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Playa de San Francisco después de la bruma. Louro. Coruña

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Faro del cabo villano

Del déficit de concentración

Hace un par de meses Carlos me pidió por Facebook que le diera un vistazo a su nueva web y a su blog. Revisé su página detalladamente, y le envié mis comentarios, no sólo relacionados con la arquitectura del sitio. También hice observaciones sobre el contenido.

Los artículos del blog me resultaron esa clase de textos que suelo calificar como “deliciosos”. Interesantes si se trata del “qué” y seductores en lo que respecta al “cómo”. Recuerdo que me paseaba sonriente por las líneas de sus escritos; complacida ante algún inciso sensato, por el ritmo casi musical, gracias a una palabra acertada, esa que da un toque estético muy personal. Me encantaron, pero…

“Son extremadamente largos” -le dije. “La gente cada vez lee menos, los post de blogs suelen tener entre 400 y 600 palabras. Si sobrepasas esa extensión ya apuntas a un público muy reducido”. Tan reducido que últimamente no sé si yo misma ya estoy fuera de ese selecto club conformado por personas que pueden abstraerse por horas en la lectura.

A comienzos de semana tuve la oportunidad de reunirme con Carlos personalmente. Conversamos sobre lo aburrido que es escribir para buscadores, y retomamos el tema de la extensión de los textos. En tal sentido, me recomendó ver una conferencia de Hernán Casciari, en la que el periodista y escritor argentino habla sobre el fenómeno de la falta de concentración y la preocupación que le genera.

La tecnología nos ha moldeado de una forma que quizás no terminamos de entender. Y si no lo hacemos es precisamente por esta escasez de concentración que explica Casciari, y que cada vez resulta más crítica. Vivimos a un ritmo vertiginoso, saltando de un dispositivo a otro, de una app a la otra. Revisamos el móvil de manera compulsiva, aunque no suene. Necesitamos estar conectados. ¿Pero conectados a qué? ¿Para qué? Leemos con prisa, escaneando palabras clave, como si estuviésemos poseídos por el algoritmo de Google. Demandamos la información digerida. Si el texto es demasiado largo muy probablemente nos atacará la ansiedad. Detenernos a reflexionar consume mucha memoria. Mejor no usar ese programa porque todo el sistema se ralentiza.

Hace unos días Bernardo me comentaba por escrito: “Intento poner en mi muro artículos para que la gente piense y se plantee cosas, pero he comprobado que eso a nadie le interesa, siempre tiene más ´me gusta´ una foto en la que sales bien. El continente es más importante que el contenido”.

Y yo le respondo a Bernando, también con letras, que precisamente es un tema de concentración. La foto te roba unos segundos. El artículo interesante te toma más tiempo. Y encima te propone reflexionar. ¿Quién quiere reflexionar? Y mucho menos en Facebook. La gente quiere divertirse, evadirse, exhibirse, chusmear un poco. Claro que fuera de Facebook también.

Concentrarse requiere demasiado esfuerzo. ¿A quién le gusta hacer esfuerzos? ¡Habrase visto cosa más antipática que el esfuerzo! Por eso me gustaría saber qué puedo conseguir sin esfuerzo. Pregunto por curiosidad y con el ánimo de que la respuesta no sea muy larga -porque me puedo distraer.

Sin duda, el déficit de concentración va mucho más allá de la lectura de textos. Hay, sobretodo, poca capacidad de atención para leernos a nosotros mismos, para cuestionarnos, para reflexionar sobre lo que nos pasa, lo que sentimos, lo que estamos haciendo con nuestros días. La vida “moderna” y su tecnología nos llevan a mil por hora; sin que nos demos cuenta o hasta que nos enfermemos y entonces algún mal del cuerpo nos obligue a parar y replantear la velocidad o estructura de la agenda.

A Casciari le preocupa que las historias estén perdiendo el brillo, que nos estemos convirtiendo en héroes perezosos, y argumenta su postura elocuentemente, con crudeza y humor. A mí me preocupa que se nos vaya la vida sin haber protagonizado nuestra mejor historia, sin saber de nosotros, por no tener la suficiente capacidad de concentración para mirarnos en silencio, para revisarnos, entendernos cabalmente y actuar en consecuencia.

Y mientras escribo esto, una voz me dice “la falta de concentración no tiene nada que ver, eso se corresponde con la falta de valentía”.

Como quiera que sea, lo cierto es que últimamente he notado que me cuesta concentrarme cuando leo. Parece que me he acostumbrado a las pastillas de información, a los titulares, al promedio de 400 palabras. Y debo confesar que no me gusta.

Como en estas últimas semanas mi acceso a Internet ha sido limitado, me he reencontrado con la lectura tradicional, con la escritura. Menos Facebook y más vida real. Tengo entre mis planes a cortísimo plazo comprarme un libro de 400 páginas. Vamos a ver qué tal me va con eso.

Por lo pronto, celebro la charla con Carlos. Llegué tarde a nuestro encuentro porque estaba atendiendo un problema familiar urgente. No soy de las que se retrasa, mucho menos media hora, así que iba a mi cita con el paso apurado y la correspondiente vergüenza, aun cuando ya había avisado y estaba disculpada de antemano.

Lo que yo no sabía era que él me esperaba tranquilamente en la terraza de un bar cualquiera de Palma, con un libro de papel en las manos. Me recibió con su sonrisa encantadora de siempre, y sin preámbulos nos perdimos en nuestras historias, en los borradores de planes para el futuro, en una charla serena que no alcanzó a ver móviles en la mesa. ¿Y para qué? Había dos vasos y un platito con aceitunas. Lo necesario para aderezar esa capacidad de concentración que permite disfrutar concienzudamente, y sin prisas, de los regalos del “aquí y ahora”.

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PD: La conferencia de Casciari dura 20 minutos. Una decisión premeditada del expositor para no aburrirnos.

El punto exacto

En su libro “El punto ciego”, Daniel Goleman señala que la mayor parte del tiempo confiamos en nuestros esquemas. Pero cuando el esquema no parece ser lo suficientemente adecuado, nos vemos en la obligación, al igual que sucede con cualquier teoría, de contrastar la adecuación del esquema con nuevas evidencias”.

Supongo que la mayoría de las veces confiamos en nuestros esquemas porque de lo contrario nos quedaríamos paralizados ante las dudas. Definitivamente viviríamos a otro ritmo. Basta con imaginar cómo nos comportamos cuando no estamos segur@s, cuando nos enfrentamos a algo nuevo, cuando nos vemos sin referencias o estereotipos en los que apoyarnos. Necesitamos confiar en algo para funcionar. Aunque a veces ese algo no nos funcione.

Cuántas veces obviamos eso que señala Goleman de “vernos en la obligación de contrastar” para hacernos hacemos los ciegos. Ver puede doler.

En lo personal, suelo dejar mucho espacio para la duda. Puede que se me vaya la mano y le otorgue más del debido. No es raro que me vea perdida en mis laberintos de incertidumbres. Aunque entre tanta falta de certeza hay algo que no dudo: lo que es cierto hoy puede que no lo sea mañana. Eso no necesariamente me atormenta, sobre todo si asumo que la vida es un experimento sin fin, un constante experimentarse, una sucesión de ensayos que arrojan todo tipo de resultados que son base del aprendizaje y del crecimiento.

Alguna vez la tierra fue cuadrada. Alguna vez no me gustaron los champiñones.

No siempre los errores son errores. No siempre los aciertos son lo que parecen. Todo es relativo, todo depende del cristal con que se mire. Nuestros esquemas puede que no le funcionen a otro. A veces ni siquiera nos funcionan a nosotros mismos, sin que ello asome un ánimo de re-evaluación ¿Por qué carajo acabaron siendo nuestros esquemas? ¿Para qué demonios queremos un esquema que no nos funciona?

A veces es mejor no pensar demasiado; mirar para otro lado. Hay un punto ciego, como argumenta Goleman en su libro. Explica que es se trata de una ceguera alimentada por el miedo y la comodidad. Algunos afirmarían que la deficiencia oftalmológica es responsabilidad del ego.

Quien haya afirmado que no hay más ciego que el que no quiere ver tenía una visión muy clara de la vida.

En fin, como decía, procuro dejar espacio para la duda. Trato, no sé si por sensatez o masoquismo, de cambiar de ángulo, de salirme de mí, de ponerme en los zapatos de otros, de forzarme un poco -y poco a poco- de retarme, de cuestionarme. No es que me guste el asunto y, obviamente, no siempre me sale bien, pero no dejo de considerarlo saludable, aunque tantas veces sea un coñazo y algo dentro de mi chille con la furia de una niña malcriada.

Bueno, bueno, bueno. Me he ido por las ramas. Se suponía que este post poco tendría que ver con reflexiones existenciales. Quería escribir sobre recetas de cocina. Aunque no lo parezca. Y empecé hablando de esquemas, porque debo confesar que si del quehacer culinario se trata, los míos son muy poco fiables; no dejo de contrastarlos a ver si algún día mejoro. Cocino poco y no me considero buena, si bien cada vez que lo hago no falta el amor como ingrediente principal. Probablemente sea eso lo que salve mi modesta obra.

Hace poco le propuse a unos amigos “vamos a hacer cachapas”, un plato típico venezolano que jamás había preparado en mi vida. Llegado el día de la susodicha cena, les explico que conozco los ingredientes y el sabor que ha de resultar, pero que ignoro las proporciones. Le advierto a Valentín, uno de los comensales y experto cocinero: “no te alejes mucho de acá porque me harás falta”.

Como era de esperarse, la primera versión de la mezcla no resultó exitosa, así que después de ese primer fracaso pedí ayuda profesional sin titubear. Según observó Vale, la cocina se convirtió de inmediato en un territorio I+D. O como él mismo aclaró, Y+D. “Y… dale”. Yo probaba y lo iba orientando. Él mezclaba y lanzaba la preparación sobre la plancha. “Más maíz / Ummm, demasiada harina / Dale un punto de azúcar para compensar / Así no va a contrastar con el sabor del queso / Esta textura no es la correcta / Y dale que ahora quedó perfecta”.

Finalmente logramos el punto exacto. Ese que persiste en mi memoria y que me transporta a un país que ya no existe. Después de unos cuantos intentos les dije: así son las cachapas. Y todos felices.

Al menos con las arepas no necesité asistencia. Mientras atendía ese departamento, Valentín bromeaba desde el suyo: “es que no me acuerdo bien, hace mucho tiempo que no hago cachapas”. Y qué ricas le quedaron a mi amigo uruguayo, que en un principio no tenía ni la menor idea de lo que estaba preparando. “Son como unas panquecas de maíz» -le expliqué.

Vale acotar que por ahí están esperando los plátanos para que intentemos el pastel de chucho. Supongo que aplicaremos el mismo procedimiento. Ensayo y error. Hasta que el paladar nos diga que hemos dado con el punto exacto.

¿Y cuál es ese punto?

Pues me atrevería a decir que es el que le viene bien no sólo al gusto, sino al corazón. El que complace por igual al estómago y al espíritu. Porque de qué sirve el plato exquisito sin el disfrute entre los afectos.

Dicho esto, y contrastadas las evidencias del esquema «cachapa», sólo me resta decir: Bravo Valentín. ¡Eres un crack!

Del ensayo, el error y el amor

Una cosa es decir “yo no soy perfecta”, “ todo el mundo comete errores” con ánimos de ser políticamente correcta, y otra muy distinta es sentarte con tu colección de cagadas, mirar todo eso que no te gusta de ti, lo que hubieses querido no hacer, lo que ya no puedes cambiar, lo que te da vergüenza, y abrazarlo con compasión, con compresión, vaciarte de rechazo y quererte incondicionalmente. Y muy a pesar de todo eso que algunos llaman sombra, sentir: “soy perfecta así”.

Estar contigo a solas y verte sin adornos, en alguna noche oscura del alma, es al principio desolador. Si sigues contemplándote hasta lograr acallar los juicios, pronto empiezas a respirar el perfume de la serenidad. Si afinas el oído podrás escuchar cómo esa serenidad te susurra: “todo está bien”.

No sé si ha sido uno de mis mayores logros en la vida; poder sentarme conmigo en paz, dejar de pelearme con lo que soy y aceptar que hago lo mejor que puedo -aunque sólo me salga de vez en cuando.

Hoy, que me siento como si me hubiese pasado una aplanadora por encima, me ha venido este tema a la cabeza. Quizás porque he mirado hacia atrás y las metidas de pata me han saludado descaradamente. Pero no me han hecho sentir mal. Todo lo contrario.

Dicen los expertos en emprendimiento y gurus de los negocios y de la creatividad: equivócate, y equivócate rápido”. Es cierto, resulta necesario. En el ámbito personal, no hay autoconocimiento sin ensayo-error. No hay posibilidad de contrastar, de saber quién eres, de qué estas hecho, lo que te gusta y lo que no, si no pruebas. No hay posibilidad de ser sin hacer. Y hacer implica “errar”.

Supongo que mi colección de errores debe ser motivo de orgullo. He vivido. Me he arriesgado. Me he caído y me he levantado. He aprendido un poco. Y porque he puesto la lupa sobre mis desaciertos, finalmente sin asco, hoy duermo más tranquila. No hay nada que genere más angustia que escaparse de uno mismo, que negarse. Al final siempre te encuentras. Los demonios inevitablemente te persiguen si no los pacificas con una mirada amorosa.

Y ahora que el amor entra en este texto, recuerdo una conversación reciente.

Hace unos días hablaba con un querido amigo sobre el difícil acto de descifrarnos, de abrir los ojos para enfrentar aquello que evadimos por no querer sufrir, y que inexorablemente nos va destruyendo por dentro sin hacer ruido. Hablábamos sobre la “digestión” de las emociones y de la realidad como acto de valentía, como gesto de honestidad con nosotros mismos. Digerir el pasado, el presente, para luego “cagar los vidrios”. Imagen magistral de Aldo para explicar la dificultad y el dolor asociados al hecho de expulsar de nuestras vidas aquello que está roto, que ya no nos sirve. Nadie quiere pasar por eso. Pero si dejamos los vidrios en nuestro estómago terminarán provocándonos una hemorragia interna. Aunque escatológica, me encanta la metáfora.

La charla tomó caminos espontáneos mientras avanzaba la noche, extrañamente fresca para lo que suele ser normal durante el verano en Mallorca. Poco antes de que se acabara el Gin tonic, mi amigo repitió una de sus más célebres frases, “El amor mueve al mundo”. Y así, con un golpe de cinco palabras, tan inesperado como acertado, me distrajo de esas tragedias de la cotidianidad humana que oscurecen los días. Me robó un suspiro con su sentencia optimista y me alborotó la inspiración.

Si el amor mueve al mundo, entonces hace falta que primero nos amemos sin reparo, que abracemos todo lo que somos sin menosprecio, que nos asumamos un tesoro y nos cuidemos como tal. Que nunca nos falte la actitud compasiva hacia nosotros mismos, porque a fin de cuentas siempre estamos aprendiendo. Después sí, una vez enamorados perdida y sanamente de ese ser único que miramos a diario en el espejo cada mañana … que sea la fuerza del corazón la que mueva y conquiste lo que quiera.

Del miedo, la libertad y otras pendejadas

No sabría explicar por qué, pero cada vez que hablo con Alberto me siento especialmente feliz.

La vida me dio la oportunidad de reencontrarme con él después de mucho tiempo. Fue el año pasado en Barcelona, luego nos vimos de nuevo en Madrid. Quizás repitamos en la ciudad condal o donde al destino se le antoje. Ojalá.

Ayer hablábamos por teléfono de todo un poco. De las sincronicidades, de las gratas sorpresas, de la reinvención, de la tarea de empezar otra vez, que no es lo mismo que empezar de cero; a fin de cuentas lo vivido suma. Hablamos resumidamente de lo que nos gustaría hacer de nuestro futuro, como si la llamada fuese un abreboca de todo lo que quisiéramos compartir en detalle si nos vemos uno de estos días. Coincidimos en que la gente nos dice que somos valientes, y nos reímos de eso. Ganan las ganas de no dejarnos someter por los temores, o quizás la curiosidad de saber qué pasaría sí…”

Hace una semana terminé de leer un libro titulado Filosofía de la felicidad. En los apuntes que tomé figura la siguiente cita: “He aquí el vértigo de lo posible. Soy libre ¿Me atreveré? La angustia de la libertad puede parecer pesada de llevar. Debemos decidir no solamente lo que hacemos, sino también sobre lo que somos o seremos”

No le falta razón a Henri Peña-Ruiz. A veces deseas libertad y se te cumple el sueño. ¿Y entonces? Decidir qué hacer con ella es mucho más complicado de lo que se cree. Puede que en consecuencia desees sabiduría, para hacer buen uso de tu libertad. Pero sucede que la sabiduría se adquiere, inevitablemente, ensayando, experimentando con consciencia. Es decir, se requiere ejercer el libre albedrío, hay que atreverse, decidir, apostar. A veces ganas, a veces pierdes. En definitiva vives, te conoces, creces. Nunca dejas de sentir vértigo. No obstante, y si te retas lo suficiente, llegará ese momento histórico en el que sabes, a pesar de la sensación de inseguridad, que puedes volar, una y otra vez. Es algo que aprendes plantándole cara al «coco».

La libertad angustia.

Tengo opciones… ¿Y si me equivoco?

Dice el escritor Benjamín Prado que no existe mayor preso que el que duda entre dos puertas abiertas.

¿Ironía?

Cuántas veces siendo libres acabamos prisioneros de nuestras propias trampas mentales. Aquí bien cabe citar al psicólogo Giorgio Nardone: hay tantos miedos como sea posible inventar.

¿Y si mejor me invento la felicidad?

En fin, como venía diciendo, a Alberto y a mí nos tildan de valientes. Nosotros quizás pensamos que somos más bien irreverentes. Nos salimos del rebaño, y para colmo ni siquiera nos sentimos culpables.

Y sí, por qué no, valientes. Un poquito. A veces hasta temerarios. Mucho. Mira que venir a reinventarnos la vida en España, con esta crisis de nunca acabar.

Digamos que uno va encontrando su camino entre las dificultades.

Uno se encuentra a sí mismo en las dificultades.

Y entre ellas también encuentras alegrías que agradecer, como los ratos compartidos con viejos amigos que igualmente han escogido la aventura, la satisfacción de saber que los tuyos están bien, o el placer simple de caminar de madrugada por la calle sin temor. Yo, por ejemplo, ahora celebro el ejercer de nudista en la playa -le comenté a Alberto con emoción y desparpajo. He podido borrar la tarea de la lista de cosas que hacer antes de morir. Pero esa lista sigue siendo larga.

Hay que seguir atreviéndose. Que no nos sorprenda la muerte sin saber quiénes somos realmente. Que en la inercia no se nos escape la vida. Que la duda no nos consuma los minutos que bien podemos emplear para sacarle la lengua a los demonios internos y jugar a ser libres.

¿Dónde está escrito lo que hay que hacer?

No hay una fórmula para vivir. Tenemos que descubrir la propia. Tenemos que practicar la libertad aunque asuste, para así poder ejercer de nosotros mismos. ¿Acaso hay algo más importante que realizarse?

Mi viejo amigo y yo coincidimos en algunos descubrimientos existenciales y probablemente en el lente con el que enfocamos el presente, en ese desenfado que nos entretiene. Y esas coincidencias me despiertan una sonrisa. No estoy sola. Y si estoy loca no soy la única.

Alberto siempre ha tenido alas; cosas del zodíaco. Yo me las he inventado por pura terquedad. Cosas del zodíaco también. Y no sé si precisamente porque vamos revoloteando por el mundo como exploradores del ser, dejándonos tentar por la incertidumbre, nos volvimos a encontrar.

Este es un momento de muchos “jamás”. Jamás hubiese creído, jamás hubiese adivinado.

Hace una década jamás se me hubiese ocurrido que hoy estaría compartiendo apartamento en Barcelona con Juan Carlos y Luis, otros miembros insignes del club de auto exiliados. Jamás hubiese pensado que después de tantos años las calles de las grandes urbes españolas serían el escenario de deliciosas charlas con Alberto. Jamás hubiese considerado posible estar un lustro a la deriva. Jamás hubiese imaginado que…

Uff

Hay algo de mágico, de literario, de cinematográfico en las sorpresas, en lo insospechado, en las coincidencias. Si opto por pensar que no hay casualidades, de pronto me descubro como espectadora de mis propios días, intrigada, preguntándome cuál es el sentido de las vueltas de la vida. ¿Acaso hay alguna lógica? ¿Qué pasará luego?
Una voz me dice: deja de pensar pendejadas. Tú eres artífice de todo cuanto te ocurre. Tú escribes el guión que protagonizas.

Cierto. Cierto.

En la oficina estaban buscando un fotógrafo. Y aunque Alberto está en Madrid me dije “¿por qué no? Y lo llamé.

Yo me invento a diario el presente, yo voy diseñando a pulso el futuro. Esbozo, me sale torcido, borro, vuelvo a esbozar. Aunque insisto, hay cosas que simplemente pasan, al margen de mis designios, como una cabra en la playa. No soy de las que pone chivos en la orilla del Mediterráneo. A quién quiera que haya incluido el bicho en mi película le doy las gracias.

Hay algo de fascinante en el absurdo.

¿Hay coherencia detrás del absurdo?

Seguro que sí…

Pregúntale a la cabra y verás.

Cabra

#TBT … El tiempo vuela! (me too)

A finales de 2010 ya había decidido dejar mi trabajo, saltar al vacío y  buscarme la vida en algún otro lugar.  Entonces pensaba que andar por el mundo con mucho equipaje no sería nada práctico; llevar una netbook en la espalda me resultaba más cómodo que mi vieja laptop con pantalla de 14 pulgadas. No obstante, consciente del reto económico que tenía en las narices, opté por no hacer gastos innecesarios y cargar con los casi cuatro kilos de mi ordenador.

En los primeros días de diciembre un compañero de redacción comentó que un conocido banco preparaba una fiesta navideña para periodistas. Habría rifas apetecibles, y entre los premios figuraba una  netbook. Todos los presentes estábamos en la lista de invitados. Yo dije: ¡Perfecto, iré a buscar el portátil!

Llegó el día de la gran fiesta y yo padecía una migraña aniquilante. Recuerdo que mi hermana me llamó esa tarde para saludarme, le dije que me sentía malísimo. “Buenos, cuando salgas de la oficina te acuestas a ver si se te pasa pronto”.  A lo que respondí: “Estas loca, no ves que tengo que ir al cóctel para llevarme la computadora que hará mi periplo más ligero”.  Esa había sido la afirmación de toda la semana.  Y efectivamente fui casi a rastras a buscar mi netbook.

Era el último premio. Después de rifar teléfonos móviles, maletas Samsonite, cuentas de banco con algo de dinero, llegó el momento del ansiado aparato. Uno de los anfitriones, con su mano  inocente, tomó una tarjeta de presentación del recipiente de cristal:  “Y el ganador es… “

“Coño, es un hombre, no soy yo”

Entregado el regalo al feliz afortunado, escuché: “Pero tenemos una sorpresa… vamos a rifar otra computadora igual”.

Y sí, me fui a casa feliz. Con el dolor de cabeza anestesiado por la emoción, esa que no me dejó dormir, porque no miento si digo que pasé toda la noche con los ojos abiertísimos, con la mirada fija en el techo, y la sonrisa incontenible alumbrando la oscuridad. La migraña se me hizo amable. ¡No podía creer aquel golpe de suerte!

La Lenovo me ha acompañado estos cinco años como mi mejor amiga. Ha sido tan buena conmigo que hasta ha aguantado una versión modesta de Photoshop. Ha sido mi confidente, mi compañera de viaje infalible, mi enlace con los amigos del mundo. Y no porque yo me haya cansado de ella, sino porque el tiempo es implacable, hace unos meses asumí que debía darla de baja. La pobre me está pidiendo jubilación desde hace rato, o al menos que no le exija tanto.

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Verano 2011. Vancouver.

Así las cosas, he comprado un nuevo ordenador, si bien estas letras las escribo desde la Lenovo, que todavía sigue ocupando el sitial de honor en el escritorio.

Como era de esperarse, en los últimos días he estado transfiriendo documentos de mi fiel acompañante al nuevo aparato. Ayer precisamente estuve sumergida en las carpetas de fotos “haciendo limpieza”. He recorrido 10 años en un par de horas.  Y he aquí mis conclusiones:

  • No recordaba haber tenido tantos cambios de look en lo que a corte de pelo se refiere.
  • He ganado unos kilos. Debo hacer dieta. Ver el cuerpo que tenía hace diez años ha sido un tanto… No sé… ¿un coñazo?
  • Creo que he vivido más en un lustro que en tres décadas. Los últimos años han sido de experiencias absolutamente insospechadas. Nada resultó como yo esperaba o quería, y aun así supongo que debo decir que todo ha salido “bien”. Dicen por ahí que lo mejor es lo que pasa. Yo digo que ha pasado aquello que necesitaba experimentar con el fin de seguir creciendo.
  • ¡El tiempo se va volando!
  • En el camino me he desprendido de mucha carga, tanto intangible como material. Ahora voy por la vida más ligera, con menos «rollos», con una maletita de mano y un par de cajas que envío por correo según sea necesario. No obstante, creo que no podré desprenderme de mi viejo ordenador. ¡Ay el apego! Confieso que lo quiero más que al nuevo, y muy a pesar de sus defectos y achaques.
  • En mi lista de recuerdos muchos me alegran el presente; hay unos cuantos retazos de momentos pasados que me gusta revivir y compartir a manera de anécdotas memorables y, sobre todo, nutritivas. Hay otros que es mejor dejar dormidos. Así que algunas carpetas las he copiado sin revisarlas.
  • Wow… cómo pasa el tiempo. Insisto.
  • Desde que llegué a Europa no he parado de moverme. Contra cualquier pronóstico y desafiando mi naturaleza, eso de andar errante se ha vuelto rutina. Salto al vacío, tras salto al vacío. Y allá vamos otra vez, como si no estuviese ya recansada. Como si volar fuese fácil.

Es cierto, el tiempo pasa. Y como no puedo evitarlo, espero tener la sabiduría para hacer lo mejor que pueda con los días por venir.

 

Foto de apertura del post: #TBT  verano 2012 en Monserrat. Haciendo morisquetas con mi hermana.

 

Mi jefa es una monja y el verano es una bendición

“Luna, luna, luna llena, menguante.”

Los agudos dulces de Juan Carlos me arrullan mientras intento leer un poco de filosofía. En la mesita de noche el Gin tonic me calma algo más que la sed. Por la ventana se cuela esa caricia necesaria que es la brisa  fresca de verano.

Al fin. ¡Es verano!

“La luna me está mirando. Yo no sé lo que me ve.”

La voz de Juan me serena, me arranca una sonrisa.  No sé si sabe cuánto me gusta que cante.  Que lo haga mientras tomo un Gin-tonic, mientras leo a mis anchas en la cama, ligerita de ropa, me gusta el doble. Que lo haga hoy es un regalo.

Al fin se ha acabado esta semana infernal, que gracias a San Juan ha sido corta.

Tengo la sensación de que he llegado al jueves arrastrándome. Pero celebro haber ganado otra pelea interna. Claro que debo reconocer que la monja me ayudó bastante. No esperaba tantos piropos de su parte, y mucho menos que me dijera que entendía que yo no quisiera darme de alta como autónoma y que podría contratarme.  ¿Contra… qué?  Si alguna vez pensé que ser contratada en España requeriría un milagro,  supongo entonces que no es casual que haya una religiosa de por medio.

La verdad es que cuando me entrevistó no pude sospecharlo. Y quién lo haría, si la mujer va con falda de jean, sandalias, pulseras, collares, pendientes y hasta las uñas pintadas.  El punto es que mi jefa es una monja, que las últimas semanas han sido muy duras, y que después de mucho insomnio y migrañas recurrentes la “hermana” casi me hace pensar que Dios existe.  Yo había decidido irme (incluso al carajo), porque una cosa es un reto laboral y otra una misión imposible. Pero ella me propuso “quédate a tu manera y hablamos sobre la marcha”. Y me dio buenas razones: “No espero que soluciones en tres meses lo que nosotras no hemos podido hacer en casi tres años.”

“Así es como se enamora tu corazón con el mío”.

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En la oficina 

Uno no escucha todos los días de un jefe que lo importante es que la gente sea feliz, que los números  no son la única forma de medir el éxito, que si las cosas no van bien hay una responsabilidad de grupo y deben resolverse en grupo. En fin, la monja quiere quiero que yo disfrute del proyecto, que me relaje, que trabaje menos si es necesario, porque a fin de cuentas no voy a cambiar el mundo en dos días, y mucho menos si me desplomo.  ¿No es divina mi jefa?

La voz de Juan inunda toda la casa. Sus notas me abstraen de los petardos y de los desvaríos que tanto han contribuido a hacerme la semana amarga.  Me cuesta concentrarme en el libro. Otro sorbo de Gin tonic. Brindo conmigo porque es verano. Cuánto me gusta andar sin sujetador, contar con el sol a diario, con el agua templada del Mediterráneo. Cuánto me gustan las noches sin sábanas, y mirar el cielo mientras descanso desnuda sobre la arena. Y las sandalias, y la ropa ligera. Y la fruta fresca. Y reírme de la vida a la orilla de la playa.

También me gusta reírme de la vida en cualquier esquina, aunque reconozco que a veces se me olvida. De ninguna manera debería permitírmelo, sobre todo porque ya me he probado que tomarme  las cosas menos en serio me ha dado buenos resultados. A fin de cuentas estaremos aquí un ratico y no hay responsabilidad más grande que aprovechar ese rato limitado ocupándonos en ser felices.

Esa es mi tarea diaria. Aunque haya días que parecen pesadillas y me desvíen del objetivo.  Claro que a veces aparece una monja y me despierta. Otras veces, simplemente me despiertan los latidos del corazón que de pronto se vuelven ensordecedores, como si fuesen una alarma que tras acallar los ruidos necios de la mente me recuerda que lo único que no se recupera es el tiempo perdido.

Carpe diem

Me sirvo otro Gin-tonic mientras Juan Carlos elige la próxima canción. Hace rato que cerré el libro. Marqué en lápiz, tímidamente, “Hay que aprender a vivir, en cierto modo, sin olvidar las alegrías innatas de la simple presencia en este mundo”, y luego me perdí en los recuerdos, en los sueños rotos y en los que aún palpitan, en el sabor a gloria que me produce cada pequeña batalla que le gano a mis demonios, en un territorio donde la gratitud y la serena aceptación se dan la mano, me perdí en una imagen radiante, en el eco de una carcajada, en el sabor de una irreverencia.

Juan sigue cantando. Al fin ha dejado de dolerme la cabeza.

 “Summertime… and the livin´ is easy”